Relatos cortos

Café

La música de Sidonie empezó a sonar al tiempo que se ajustaba los cascos con cuidado de no alborotar aún más aquellos rizos que tenían vida propia.

Laura echó a andar por la diagonal sin prisa, como hacía cada día después de trabajar.
A pesar del tráfico de hora punta, adoraba callejear por la ciudad a esa hora. Le gustaba observar a la gente que salía de sus trabajos, que se arremolinaba alrededor de las puertas de las cafeterías y estaciones de autobús, imaginando cómo debían de ser sus vidas.


La música la envolvía y creaba una banda sonora a todo cuanto sucedía a su alrededor.

Mientras escuchaba absorta, pensó en la mujer y los niños pequeños que debían esperar en casa al hombre trajeado que corría para no perder el autobús, deseoso de llegar a tiempo para el cuento de buenas noches; en cuantos países habría visto la atractiva morena que arrastraba con aire resuelto aquella pequeña maleta de ruedas o en la fascinante vida que debían de haber llevado la pareja de ancianos que, cogidos de la mano, discutían con aire risueño sobre alguna cosa que ella no alcanzaba a escuchar.

El pitido indicando la muerte próxima de su viejo y maltratado ipod la sacó de su ensimismamiento justo cuando se acercaba a la esquina.


Apretó mas el paso, queriendo dejar la tienda atrás lo antes posible, pero aun así no pudo evitar echar un vistazo al escaparte.


Hubo tiempo en el adoraba pasar por aquella tienda y quedarse maravillada ante los vestidos de novia del fabuloso escaparate.

Ahora se conformaba con que al menos hubieran cambiado de colección y su vestido ya no fuera un recordatorio constante en una vidriera demasiado iluminada.

Con un sonoro bufido se apartó de allí mientras subía el volumen, dispuesta a insonorizar sus pensamientos con toda la energía que le quedaba al viejo cacharro.

El impacto que sintió hizo volar el ipod por los aires, estrellándose con un ruido sordo en la acera mientras ella caía de bruces al suelo. Buen día para llevar medias pensó, aturdida, mientras se sentaba en el suelo y se miraba un agujero enorme que dejaba ver la fea raspadura que se había hecho en la rodilla.

Un zumbido de voces que se volvía cada vez mayor la envolvió, al tiempo que notaba una mano fuerte que le agarraba del brazo y le ayudaba a incorporarse.

Fue entonces cuando se dio cuenta que todavía llevaba los cascos. Se los quitó, a tiempo de escuchar una voz grave que procedía de los brazos que aún la sujetaban, disculparse por segunda vez.

El chico, que la observaba con aire preocupado, tenía los ojos más negros que ella hubiera visto nunca y a pesar del aire amable y un poco despistado que desprendía, la miraba con tal intensidad que le costó articular palabra.

Necesitó de varios minutos hasta que por fin pudo apartar la mirada lo suficiente para poder concentrarse en su voz y poder escucharle hablar de una cafetería, situada a poca distancia, donde al parecer trabajaba y donde podría limpiarse la herida.

Siguió la mirada de él hacia sus rodillas mientras lo escuchaba. Lo que en un principio había parecido una simple rascada, había comenzado a hincharse un poco y a escocer le de una forma tan molesta que accedió, a pesar de la vergüenza.

Caminaron en un silencio tímido hasta llegar a la puerta. En cuanto entraron, él desapareció detrás del mostrador con rapidez mientras que Laura se sentaba en la mesa más alejada del bullicio de media tarde.

Se dedicó a observar la cafetería. Sólo hacia cuatro meses que había dejado de venir pero le pareció encontrar algunos cambios. Las paredes parecían recién pintadas y las nuevas sillas eran mucho más cómodas.


Había olvidado lo mucho que le gustaba aquel sitio. Su mirada se dirigió a una mesa situada en la entrada. Ahora había un par de chicas riendo mientras una de ellas conversaba por teléfono, pero ella sólo pudo pensar en las miles de veces que había ocupado aquellos asientos con él, cada día, después de trabajar.

Ahora ya no trabajaba en el mismo lugar y los cafés de la tarde se habían substituido por paseos con la música suficientemente alta como para no escucharse a sí misma.

Por primera vez en mucho tiempo, se preguntó cuantas otras cosas había dejado atrás sin haberse dado cuenta de ello. El ruido de una silla al apartarse la sacó de sus pensamientos. El chico de ojos penetrantes la miraba indeciso mientras sujetaba una bolsa de hielo, como si no quisiera molestarla.

-Hacía tiempo que no venía por aquí, habéis hecho algunos cambios.-se justificó mientras sonreía tímidamente. Había apoyado la rodilla en la silla que le había acercado, mientras él se agachaba a ponerle el hielo.

-Si, lo sé, te recuerdo. – Le estaba atando un trapo alrededor de la rodilla para que el hielo se mantuviera en su sitio, tenía unas manos fuertes y bonitas. Debió de notar la mirada interrogante de ella por que alzó la cabeza para mirarla.

-Eres la chica que pide el café más extraño que conozco. – Se había encogido de hombros a modo de explicación pero una sonrisa traviesa se dejaba entrever en su cara.

Ambos se pusieron a reír.

Estuvieron hablando durante un rato, hasta que él se disculpó por tener que volver al trabajo. No había avanzado ni tres metros cuando se giró y la miró de nuevo.

-¿Quieres un café? – se pasó la mano por el pelo alborotado, mientras fingía recordar. – ¿Te gusta descafeinado de sobre con leche de soja tibia y dos sobres de azúcar moreno, verdad? – sonrió cuando acabó de enumerar lo que parecía una lista interminable.

– Casi. -dijo ella devolviéndole la sonrisa.- Prefiero de avena.

La luz de la tarde empezaba a esconderse cuando Laura salió por fin de la cafetería. Aún cojeaba un poco y nada se podía hacer para remediar los agujeros en las medias pero nada de eso le importaba.

Caminó en silencio, despacio, sin observar nada en concreto; disfrutando del bullicio de las calles de Barcelona un día cualquiera.

De repente, se escuchó a sí misma tarareando una canción.

Al doblar la esquina, metió las manos en los bolsillos de su abrigo y sus dedos rozaron el frío metal de su viejo ipod.
Lo sacó del bolsillo, el golpe con la acera le había regalado varios arañazos que surcaban de forma irregular el vidrio.

No recordaba en qué momento lo había puesto ahí. Se encogió de hombros y se lo guardó de nuevo en el bolsillo con aire resuelto.

Después de todo, no quería interrumpir sus pensamientos. 

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